Llorando sin consuelo, y a la vez sin ánimo de tratar de dejar de llorar, derrotada tras la batalla que durante meses había librado contra su propia mente, la Joven Fotógrafa se sintió invadida por la certeza de haber perdido de forma inapelable aquellos recuerdos que, sin embargo, nunca poseyó. Recuerdos ilusorios, engañosos, espejismos traicioneros de una relación, de una intimidad, de unas caricias, de unos besos, de un amor que se hizo y del que ya no quedaba vestigio de recuerdo a modo de prueba en su memoria.
¿Se puede hacer el amor y olvidarse de haberlo hecho? Elvira entró en la vida de la Joven Fotógrafa tanteando el territorio, dando pasos sigilosos pero certeros, escondiéndose tras la máscara de una falsa desconocida, fingiendo estar ganándose poco a poco una intimidad que en realidad ya había sido suya, preparándose para arrasar con todo, de nuevo, para desestabilizarlo todo, cuerpo y alma, con la fuerza de un huracán, pero con el silencio de una noche en calma, cuando llegase el momento oportuno, cuando las circunstancias fuesen propicias para una revelación imposible.
La Joven Fotógrafa trabajaba en un café llamado Soledad. Se trataba de un café frecuentado de día por la clientela más humildemente corriente – grupos de amigas que charlaban tomando el té, trabajadores que necesitaban un lugar donde matar el tiempo de la pausa laboral, estudiantes con libretas de apuntes y ordenadores portátiles en busca de un oasis de concentración – y que de noche albergaba almas caféfilas noctámbulas en busca de una madriguera a veces con un libro en la mano, a veces con un periódico, a veces parejas de enamorados que se daban besos vergonzosos y se buscaban con las piernas y los pies y las manos por debajo de las mesas cómplices de una complicidad maldisimulada. La Joven Fotógrafa servía un cortado, un cappuccino, un café con leche, un latte macchiato, a gusto del consumidor, la mejor barista de la ciudad y además amable y muy simpática, pero siempre medio distraída, siempre mirando con esos ojos tan grandes de gatita asombrada, ojos que buscaban un contraste, un encuadre, un rayito de luz, una composición inesperada, solo para lamentarse de tener entre las manos, ay, tazas con restos de café en vez de su cámara, pero ay, de algún modo hay que ganarse la vida, y ay, otro suspiro.
Por allí entró Elvira un día lluvioso, mojada hasta las trancas, a pedir su cafecito, bien calentito por favor, para consolarse. ¿Consolarse de qué? De la lluvia, o acaso no es suficiente motivo para estar triste que llueva y que se moje una sin quererlo y tener que entrar a refugiarse en este lugar tan ajeno, en el que nunca he estado antes, aunque aquí se está muy bien, sí, se está muy bien, y así empezó tímidamente una conversación en la que Elvira casi solo hacía preguntas y dosificados comentarios sobre las respuestas que la Joven Fotógrafa le daba, respuestas que a menudo no satisfacían el hambre intelectual de una Elvira sin límites, que preguntaba de nuevo, haciendo que la Joven Fotógrafa se preguntase cómo podía ser que aquella chica a la que nunca había visto en su vida y que nunca la había visto a ella, supiese que no estaba diciendo la verdad del todo, que estaba guardándose un pedacito de intimidad, y por qué aquella Elvira cuestionaba todas sus respuestas, con qué derecho, pero a la vez con qué capacidad de leerla como libro abierto a pesar de su resistencia a ser leída, como si la conociera de toda la vida. Fue Elvira la que condujo aquella conversación que sobrevoló gran parte de la geografía interior de aquella Joven Fotógrafa que, cuando se quiso dar cuenta, tenía que volver apresuradamente al trabajo porque, a-lo-tonto-a-lo-tonto, habían pasado cincuenta y ocho minutos. Tiempo suficiente para sentir con precisión que la habían sometido a una radiografía mental involuntaria, pero aguda.
—¿Alguna película te ha gustado últimamente?
De casualidad, la Joven Fotógrafa había visto hacía poco Instinto Básico y se quedó sorprendida con los diálogos. Esa escritora, Catherine, sí, Catherine se llamaba, ¡qué atrevida!, tenía en todo momento el control de la situación, control absoluto, y lo ejercía sobre todo hablando o callando según convenga, cuando calla, calla, pero cuando habla, es letal. Catherine le enseña los pechos al detective Nick, Nick dice que ya los ha visto antes. Pues quizás no los vuelvas a ver, dice Catherine,
—You may not see them again. I’ve nearly finished writing my book, and the detective is almost dead.
—Yo solo recuerdo que la película me pareció tremendamente aburrida —dijo Elvira.
¡Pero qué maleducada! ¡Cómo se atreve! Bueno, Elvira era así, un poco como Catherine, atrevida, solo que Catherine era rubia y Elvira era morena, de pelo corto, rizado, hasta para eso era atrevida.
Aproximadamente en el minuto treinta y dos la Joven Fotógrafa confesó sin remedio que quería ser fotógrafa y, en el minuto cincuenta y siete, antes de pagar el café, Elvira tuvo el atrevimiento mordaz de ofrecerle un trabajo como fotógrafa, pero antes, ¿podrías hacer una foto que represente esta conversación? Las últimas palabras que intercambiaron fueron las necesarias para convenir el lugar, la fecha y la hora. Con eso salió el huracán llamado Elvira del café llamado Soledad, y quedó cerrada la ventana del espaciotiempo que había puesto la jornada laboral de la Joven Fotógrafa en vilo durante cincuenta y ocho minutos, así que se dispuso a retomar las tareas de barista y camarera en un día como otro cualquiera en Soledad, pero no pudo, o no del todo, porque además de que le habían hecho una radiografía mental sintió, o se dio cuenta demasiado tarde, de que le acababan de secuestrar la calma y la serenidad y los nervios, y quiso quitarse el delantal en un gesto impulsivo y desaforado y salir corriendo a la calle para pedir a gritos bajo la lluvia que se lo devolvieran todo, pero no lo hizo, porque la lluvia había cesado y porque sabía que la secuestradora se había ido y solo la vería dentro de tres días, a las once de la mañana en una calle no muy lejos de allí.
Tres días sin calma son tres días de condena a darle vueltas y vueltas y más vueltas a aquella interacción inesperada, que sería más preciso describir como un tira y afloja, como una partida de ajedrez, como un duelo de estrategia e ingenio, que como una simple conversación. A Elvira le interesaba la literatura y hablar de ello fue el primer paso que dieron sobre un terreno, en principio muy remotamente lejano del intercambio verbal usual entre camarera y clienta, pero la Joven Fotógrafa nunca había tenido ningún problema a la hora de hablar de todo aquello que le apasionaba, y no estaba dispuesta a comenzar a tenerlo en aquel momento, así que de los libros pasaron al cine y del cine a la fotografía, campo emocionalmente minado para la Joven Fotógrafa, en el que terminó de perder la partida. Son tres días de recreación mental perpetua de aquella partida y sus jugadas y sus posibles jugadas alternativas, debería haber dicho esto y no lo otro, por qué no se me ocurrió contestar aquello, pero ay, el ingenio siempre llega en frío y nunca en caliente, cuando ya es demasiado tarde, y ay, observando vagamente a un hombre tomarse un café mientras acaricia a su perro que mueve la cola ay, otro suspiro. Son tres días de retorcerse la razón hasta exprimir la última gota de inventiva para pensar qué quiere decir una foto que represente esta conversación, y cómo se responde a eso, y cómo se satisface ese deseo que en realidad era una trampa, un callejón sin salida, un acertijo imposible, hasta que la Joven Fotógrafa se presentó tres días más tarde en el lugar y a la hora convenidos, con la cámara al cuello y una carpetita maltrecha bajo el brazo que contenía una única impresión de una fotografía de un acróbata callejero de complexión de estatua griega y suspendido en el aire en una postura prohibida por las leyes de la física, cuyos músculos tensaban el arco y lo tensaban y lo tensaban hasta casi romperlo pero sin llegar a perder el control.
De toda la infinidad de posibilidades que había valorado durante los últimos tres días sobre aquella chica y el misterio que la envolvía, la que se le reveló al descubrir el espacio en el que residía lo que Elvira pretendía que fotografiase es una que, a la Joven Fotógrafa, jamás se le hubiese pasado por la cabeza. Elvira la invitó a entrar en un edificio industrial de paredes de ladrillo y vigas de acero oxidado, que por un instante le pareció la guarida desbordada de sombreros del Sombrerero Loco, pero que, tras pestañear dos veces, se le reveló repleto de maquetas arquitectónicas. Las había de todos los estilos, formas y tamaños, miniaturas de edificios fantásticos, sacados de la ilusión de un mundo ideal, pacífico y justo. Las había hecho todas Elvira, con sus dos manos, su paciencia y su mansedumbre, una a una, pieza por pieza. Elvira invitó a la Joven Fotógrafa a sentarse y no resistieron más de dos minutos de charla banal sobre el tiempo y sus mutuos estados de ánimo, antes de que la Joven Fotógrafa desenterrase de debajo del brazo la imagen que traía escondida. Elvira no dijo nada: no había nada más que añadir. La Joven Fotógrafa supo por su largo silencio y su forma de sujetar aquella lámina y su mirada ausente que Elvira la contrataba y pudo suspirar hondo y disfrutar de la certeza de que, por fin, ahora era ella la que llevaba ventaja, aunque fuese solo por un ínfimo lapso espacial.
—Está bien. Ando buscando a alguien que pueda hacer fotos de mis maquetas. Lo que pido es algo muy particular. Conocía a alguien que captaba exactamente lo que yo necesito, pero hace tiempo que no está disponible, y desde entonces no he vuelto a encontrar a la persona adecuada.
Se acercaron a su última creación, un teatro al aire libre, en el que la gente podría reunirse y ver una obra sin perder detalle, y sin importar donde se sienten, pues cada asiento, cada ángulo está medido y calculado para que nunca más importe cuánto dinero puedas pagar para ver una obra de teatro. A Elvira le brillaban los ojos y la Joven Fotógrafa los entrecerraba mientras giraba en torno a la maqueta y la buscaba desde distintos ángulos, fotografiándola puntualmente, como si entre las manos tuviese una cámara de carrete en vez de una digital y cada posible imagen fuese un bien preciado que no se podía desaprovechar insensiblemente. Quedaron en verse de nuevo en tres días para la siguiente sesión, y como la Joven Fotógrafa ya sabía, más o menos, lo que le esperaba al otro lado de la espera, esta vez el desasosiego no fue tan abrumador.
La dinámica se repitió cada tres días hasta abarcar varios meses de la vida de la Joven Fotógrafa, que llegó a preguntarse si es que Elvira pretendía que fotografiase cada una de las maquetas de aquella colección que parecía infinita. Pero no. Todavía era invierno cuando, al despedirse la Joven Fotógrafa, ya rutinariamente, de aquel atelier improvisado tras haberle robado a otra maqueta una imagen o dos, Elvira le pidió, tímidamente pero sin titubeo, que si a la próxima puedes hacerme fotos a mí. Esto es muy raro, pensó la Joven Fotógrafa, y sin embargo no cuestionó el porqué de aquella petición tan inverosímil y a la vez tan firme. Está bien, dijo, pero en cuanto se cerró la puerta quiso darse la vuelta y aporrearla melodramáticamente preguntando ¿por qué ahora? ¿Por qué no antes? Pero no lo hizo, porque supo que Elvira se había esfumado y solo la vería después de tres días, a través del ocular de su cámara.
Llegado el momento, apartaron con cuidado maquetas y algunos muebles que las sostenían hasta habilitar un área con apenas una vieja silla abandonada sobre una alfombra y una lámpara de pie a modo de iluminación rudimentaria. Como consigna Elvira pidió que la Joven Fotógrafa evitase a toda costa el retrato frontal, y que se tomase su tiempo. La Joven Fotógrafa se encogió de hombros y dijo que ambas cosas las hubiese cumplido aún sin que Elvira las mencionase, puesto que no sabía proceder de otra manera, a lo que Elvira sonrió levemente con los ojos y esa fue la primera fotografía. El proceso fue lento, pero nunca monótono; se intercambiaban pocas palabras y los pequeños gestos cobraron la dimensión de lo increíblemente trascendental. La Joven Fotógrafa se vio obligada a fijarse en los hombros de Elvira, y a notar que siempre los llevaba descubiertos, por mucho frío que hiciese, y en los rizos de Elvira, que a veces trataba de domesticar inútilmente con una bandana roja que le cubría parte de la frente, y en los dedos de Elvira, cargados de anillos que se preguntó la Joven Fotógrafa si es que no le estorbarían para realizar sus delicadas maquetas, y en los ojos de Elvira que, cada vez que entraban en su campo visual, sorprendían a la Joven Fotógrafa por no ser sujetos pasivos que se prestaban a la fotografía, si no que le devolvían la mirada, la cuestionaban a través del ocular, ¿y bien?, ¿no lo ves?, ¿no te das cuenta?, parecían preguntarle. Pero, ¿darme cuenta de qué?, se preguntaba la Joven Fotógrafa, ¿qué es lo que quieres que descubra?, ¿qué es lo que quieres que conozca o que reconozca?
No hay forma de saber exactamente cuántas sesiones transcurrieron antes de que la Joven Fotógrafa se diese cuenta de que, minetas fotografiaba a Elvira con su cámara, Elvira la fotografiaba de vuelta, pero con la mente. Pues, mientras una observaba a la otra, la otra no tenía más distracción que observar a la una de vuelta, inevitablemente, por más que la una tratase de ocultarse tras un aparato mecánico y fingir que existía una pantalla invisible e infranqueable entre fotógrafa y fotografiada. Al caer en la cuenta, la Joven Fotógrafa no resistió más aquel juego tortuoso, y dijo
—Me rindo.
—Pero tengo algo que contarte.
No. No podía ser. Era imposible e imposible e imposible y, a la vez, la Joven Fotógrafa sabía que era verdad. Lo supo casi desde el momento en el que Elvira salió de Soledad aquel día lluvioso, dejando tras de sí un aliento confuso, y su propio cuerpo ahora le confirmaba las palabras de aquella Elvira de pelos locos y maleducados, que, sentada delante suya, le dijo que antes, en un momento de su vida que la Joven Fotógrafa no recordaba, las dos mujeres habían sido amantes. Pasaron la noche entera hablando sobre el cómo y el cuándo; la Joven Fotógrafa quiso preguntar hasta por el último detalle, desde cómo se conocieron hasta cómo se tocaban y qué sentía Elvira al sentir el roce de sus pieles y si alguna vez la Joven Fotógrafa pasó los dedos por alguno de sus rizos y –
Elvira contestaba generosamente y sin pudor pues, después de todo, lo justo era hacer todo lo posible por devolverle, aunque fuese, un pedacito de aquella historia a la Joven Fotógrafa. Empezó a contar la historia por el principio y terminó por el final, que era el momento presente que vivían según las palabras salían por su boca, pasando por todos los posibles recovecos y bifurcaciones.
Resulta que las dos mujeres iban con frecuencia a un apartamento que solo las dos conocían y allí hacían el amor. Un amor desaforado, de los que lo abarcan todo, explosivo y expansivo, pero siempre secreto, el secreto de la maldad o de la fechoría cómplice, el único elemento por el que la Joven Fotógrafa sintió un cierto alivio.
La Joven Fotógrafa no preguntó qué había pasado con su memoria ni exigió demostración alguna de que aquella historia era real, pues todo lo que Elvira contaba de ella, detalles sin importancia que en realidad eran los que lo cambian todo, eran suficiente confirmación. Sabiendo que era cierto, qué importaba el porqué o el cómo o el dónde había quedado perdido el recuerdo de aquellos deseos; a la Joven Fotógrafa solo le importaba recuperarlo.
—¿Aquí?
—¿Por qué no?
—¡Imposible!
—¿Por qué?
—¡Las maquetas!
—Es cierto…
Pero volver al apartamento que en su día quedó impregnado por la transpiración soporífera de después de hacer el amor tampoco era una opción, por el fastidioso e idiotamente terrenal hecho de que había sido alquilado, a una hermosa e idílica familia de cuatro integrantes, papa, mama, hermanito y hermanita. Bueno, ¿y qué hacemos? Existía una última carta que jugar, una milimétrica rendija de esperanza que podría ayudar a la Joven Fotógrafa a recobrar la memoria; encontrar otro lugar. Un rincón, una esquinita, un lugar especial, no debería ser difícil tarea para fotógrafa y arquitecta. Se volcaron en la búsqueda casi de inmediato, y a los pocos días ya tenían concertada la primera visita.
Acudieron entusiasmadas y a la vez con dudas, sin expectativas concretas sobre lo que podrían encontrar. Casa vacía, casa sin dueño, casa llena de ecos ajenos, no era lo que andaban buscando. Necesitaban un lugar íntimo, acogedor, que fuese de las dos sin serlo, tercer cómplice-testigo que guardase el secreto de aquel amor olvidado. Así que no les quedó más remedio que seguir buscando, visita tras visita tras visita, y tarde tras mañana y tras noche, casas grandes, pequeñas, luminosas o en penumbras, vidas suspendidas a la espera de encontrar un algo que desencadenase una imagen que desencadenase un recuerdo. La Joven Fotógrafa y Elvira no se privaban de pedir quedarse en el espacio a solas, un rato, unas horas, un momentito por favor, para tratar de conocerse y reconocerse en ese espacio de olvido amargo. El secretismo era parte integral de aquel ritual equivoco, pues lo había sido en el primer capítulo de sus amores escondidos, y el plan solo tenía posibilidades de éxito si se recreaban las condiciones exactas.
Si una de las dos mujeres tenía más confianza en el plan y ganas de que funcionase, esta era, sin duda, la Joven Fotógrafa. La curiosidad por lo desconocido por olvidado la estimulaba sin límites, mientras que Elvira ya sabía lo que había perdido, lo conocía en detalle, y sentía por ello la nostalgia de lo que se quedó inamoviblemente en el pasado. Entonces, ¿para qué me lo contaste? No era más que una deuda por saldar, un cometido necesario, no se hubiese perdonado jamás el egoísmo de quedarse con todo aquel recuerdo para sí misma. Pero en otro tiempo y, sobre todo, sin el piso que fue de las dos, el único lugar en el mundo que conoció su amor y el único en el que ellas lo conocieron a él, no estaba segura de que su historia se pudiese recobrar.
Y, sin embargo, siguieron probando. En cada visita se aventuraban un poco más, se tomaban un poco más de tiempo, siempre a solas. Para mirarse la una a la otra, y, al ver que no era suficiente, en la siguiente visita se acercaron la una a la otra, y como tampoco bastó, unas visitas más tarde se descubrieron la una a la otra recreando caricias, y después suspiros y susurros, y después besos, y después – no, paremos, dejémoslo aquí antes de que sea demasiado tarde, porque, si después de eso todavía no me recuerdas, ya no sé cómo lo voy a soportar.
Pero era la única manera, así que, en la siguiente visita, pasó lo que tenía que pasar, una, y dos, y hasta tres veces, mejor que nunca quizás, pero sin que sirviese de cura para la amnesia, así que el juego, esta vez sí, había terminado, para siempre, Elvira, no te vayas, por favor, pero Elvira se marchó como había llegado, y lo único que se podía hacer ahora era llorar en Soledad.