Existe el mito de que, tras las primeras oleadas de la revolución industrial, el aumento de la productividad propiciado por el avance tecnológico generó la condición de posibilidad para la reducción de la jornada laboral. No es cierto. Ya en los inicios de la revolución industrial, tuvieron lugar tendencias en el mercado laboral que se repiten, de forma más o menos idéntica, con cada nueva oleada de tecnologización de la sociedad. Algunos trabajos quedan obsoletos, forzando a sectores de la sociedad a buscar trabajo en sectores emergentes, que suelen tener que ver con el desarrollo o la gestión de la tecnología.
Siendo explícitxs; las horas de trabajo aumentaron en las primeras etapas de la industrialización, y fue la lucha sindical, traducida en legislación, la que le devolvió a la clase trabajadora el tiempo perdido.
Es lógico. Si una empresa aumenta su productividad gracias a la tecnologización (o digitalización) de parte de sus procesos, aprovechará para despedir a parte de su plantillay ahorrarse su sueldo, pero seguirá exigiendo las mismas horas de trabajo al resto. Es decir, exigirá el mismo beneficio económico (o más) del tiempo de sus empleados. Pero, en ningún caso, asumirá que gracias a la tecnologización puede hacer frente al mismo gasto salarial, y reducir la carga horaria de sus empleados, puesto que este gesto iría en contra de la más básica lógica de mercado; generar beneficios económicos.
La prueba inequívoca está en que la tecnologización/digitalización de la sociedad ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas (tanto en lo laboral como en lo personal), mientras que el horario laboral se ha mantenido prácticamente congelado. Sin embargo, el mito de que las nuevas tecnologías son las que, liberando carga laboral, nos pueden permitir trabajar menos, sirve para anestesiar la reivindicación política del derecho al tiempo libre, al tiempo de calidad.
Esto no quiere decir que la tecnología no tenga el potencial de liberarnos de carga laboral real. Quiere decir que, de facto, no lo hace porque la tecnología que la sociedad decide desarrollar responde, desde su diseño mismo, a la lógica del mercado, no a la de los cuidados o la calidad de vida o cualquier otra. Esto implica que su implementación en el mercado laboral tiene como objetivo abaratar el gasto salarial, sin importar que pueda traer consigo desempleo masificado o precarización de sectores laborales (pensemos en la economía de plataformas digitales, como repartidores de comida a domicilio o de Amazon, entre otros) y su implementación en lo personal tiene como objetivo, al menos uno, sino ambos, de los siguientes puntos:
- Aumentar nuestra productividad personal, por medio de hacernos sentir la necesidad de ser más productivos para ser más competitivos en el mercado laboral, cada vez más feroz e imprevisible.
- Secuestrar nuestro tiempo libre para rentabilizarlo económicamente.
Sobre el primer punto, pensemos como en nuestro tiempo libre podemos aprender un nuevo idioma gracias a aplicaciones como Duolingo (“con tan solo cinco minutos al día…”), y aprender una nueva habilidad, como la programación, gracias a infinidad de cursos y recursos online, y aumentar nuestro estatus en el estrato laboral perfeccionando nuestro perfil de LinkedIn…
Sobre el segundo, pensemos como dar un paseo, sentarse a hablar con nuestrxs vecinxs, son actividades que no generan capital. Que pasemos tiempo enganchados a Instagram sí. Es lo que se ha llamado “economía de la atención”, término que omite el rol intrínseco que juegan las tecnologías digitales.
Por poner otro ejemplo concreto, los emails no llegaron para mejorar la calidad de nuestra correspondencia, sino para hacerla más productiva. Mientras los emails y los smartphones del trabajo son la peor pesadilla del empresario estresado, que hayan en modo alguno fortalecido nuestras relaciones interpersonales no está tan claro.
Dicho de otro modo, si un empresario sufre más estrés de la cuenta, probablemente una de las primeras preguntas que se le planteen sea si “desconecta”, y una de las primeras recomendaciones, que apague el móvil en su tiempo libre. Sin embargo, si alguien tiene un problema de comunicación con un ser querido, nadie en su sano juicio le recomendaría que le mande un email o que conecte con esa persona a través de Facebook (por muy genuinas que hayan sido las intenciones de los creadores de la red social). No lo harían porque el cometido de estos medios de comunicación digital no es que nos comuniquemos mejor. Su arquitectura misma está pensada para que nos comuniquemos más, y, si es posible, que alguien gane dinero por el camino. Si la calidad de la comunicación se deteriora de algún modo a consecuencia de esta arquitectura, que así sea.
El ejemplo de Gmail, cuyas dinámicas ya sabemos que están diseñadas para aumentar su componente adictivo, sin importar las advertencias de las consecuencias que esto puede tener en nuestra salud mental y otros aspectos, o el de el algoritmo de las redes sociales, en las que las fake news se viralizan con mucha mayor efectividad que las reales, entre otros, son prueba conocida de esta arquitectura.
Entonces, cada vez la tecnología realiza más tareas, coloniza más nuestro tiempo, pero el tiempo que pasamos trabajando no disminuye. ¿En qué ocupamos el tiempo laboral extra? Cada vez más, en la gestión de la tecnología misma.
Entre las actividades de un arquitecto, por ejemplo, antaño estaba la de dibujar planos a mano. Sabemos que el dibujo a mano está entre las actividades que aportan salud mental, balance, permitiéndonos pasar un tiempo lentamente. Sin embargo, esta habilidad a penas se valora ahora en el mercado laboral, pues se pueden hacer planos de forma mucho más eficiente digitalmente. En el tiempo en el que antes un arquitecto realizaba un plano, ahora puede realizar diez, siendo su tiempo más rentable para la empresa y/o el mercado en su conjunto. Es decir, no se permite que trabaje menos gracias a la mayor productividad, sino que s ele exige que produzca más. Ahora bien, no se puede decir que lxs arquitectxs hayan pasado simplemente a ser gestores de tecnología, pero sí que emplean cada vez una porción mayor de su tiempo a este rol.
La moraleja es que, pasar tiempo dibujando, desconectar, se ha convertido en un nuevo privilegio, accesible cada vez a menos personas, y que el tiempo de vida es, cada vez más, terreno de disputa política.
A veces, el simple hecho de que un cuerpo ocupe un lugar al que la sociedad quiere negarle el derecho (por ejemplo, una mujer negra en el asiento del autobús que se le quiere negar, o una persona visiblemente trans en espacios públicos explicitando su identidad de género) son actos profundamente políticos. Hablo de esto porque, a veces, lo corpóreo es más intuitivo, pero a lo que voy es a que, tal y como están las cosas, ocupar nuestro tiempo fuera de la productividad tecnológica, es un acto de reivindicación política del derecho a vivir única y exclusivamente para estar vivxs.