“Como coños, no animales” es uno de los muchos eslóganes exhibidos en las pegatinas que decoran las paredes del baño, puertas y el espejo de Alaska, un restaurante vegano de tapas en Berlín. El menú incluye opciones como sándwiches de chorizo vegetal, tortilla de patata (sin huevos) o croquetas de yaca. Aunque la capital alemana es conocida por la gran extensión de la alimentación vegana, en España también va aumentando la demanda y las propuestas de comida basada en plantas, aunque sea a paso de tortuga en comparación con Alemania.
El concepto propuesto por restaurantes como Alaska desafía la idea de lo que es la comida tradicional española, dado que, criar, cazar, comer, tener como mascotas o incluso luchar contra animales (pensemos en el toreo) forma un componente integral de nuestras tradiciones, en especial las culinarias. Pero, en vista de los desafíos ecosociales que inevitablemente ponen en cuestión la forma en la que comemos, y mientras cada vez más personas toman conciencia de la realidad de la industria de la agricultura animal, resulta difícil no preguntarse; ¿qué es la tradición?, ¿y cuánto peso social deberíamos otorgarle?
La primera pregunta es prácticamente imposible de responder, ya que el concepto de tradición es abstracto. Lo que se considera tradicional o no variará de acorde al momento histórico, a la cultura (que, de nuevo, es abstracta), a la nacionalidad, incluso de ciudad en ciudad, familia en familia, y, por último, de individuo en individuo. Así que es posible que todxs tengamos nuestra propia definición de lo que es la tradición, pero quizás se puedan encontrar algunos puntos en común.
Lo que está claro es que las tradiciones importan. En concreto, las tradiciones culinarias importan; a menudo son el pretexto con el que nos reunimos en familia o con amigos. Las tradiciones nos importan, y por eso las defendemos y tratamos de preservarlas. Heredar y reproducir tradiciones nos otorga de un sentido de identidad y pertenencia, es una forma de transmitir aprendizajes históricos importantes y valores morales – cumplen un propósito social. Pero, ¿debería ese propósito ser el de ayudarnos a entender el presente, o el de situarnos en la nostalgia del pasado, impidiéndonos adaptarnos a las exigencias de la vida moderna? Así como necesitamos motivos muy sólidos para justificar el deshecho de una tradición, ¿no deberíamos exigir motivos igual de solidos para mantener una que se encuentre en tensión con los valores morales del momento, o nos impide superar obstáculos ecosociales (es decir, la crisis climática)?
Vale la pena recordar que muchas costumbres que se consideraron tradicionales en un momento dado han sido destituidas en favor de valores morales cambiantes y un aumento en la concienciación social. Esto abarca todo desde que las mujeres reciban educación hasta el matrimonio homosexual, por mencionar solo un par de ejemplos muy evidentes. Yo no hubiese podido escribir un artículo en un ordenador portátil para distribuirlo online hace a penas unas décadas. Así que la vida cambia, nuestras costumbres cambian, y la forma en la que comemos cambia también.
La infancia de mis abuelos transcurrió durante la posguerra. He escuchado muchas anécdotas relacionadas con la alimentación de esta etapa, como por ejemplo que se usase el mismo pedazo de chorizo para darle sabor a varias potas de fabada. Ahora tenemos acceso a una variedad amplia de fuentes de proteínas, frutas y verduras importadas… Tampoco en aquella época había McDonald’s, KFC, Burger King, o cualquier otra cadena de comida rápida, mientras que ahora hay establecimientos en prácticamente todas las ciudades.
Los métodos de cultivo también eran diferentes. En España, el número de granjas ha disminuido (aproximadamente en un 30% en la última década), mientras que el número de animales de granja va en aumento. Esto se debe a un aumento en las granas industriales, y una respectiva disminución en las tradicionales, lo cual afecta los productos de consumo; España es el principal productor de pienso a base de soja destinado a la agricultura animal de Europa, especialmente para cerdos. Esto significa que, mientras que la carne de cerdo es considerada muy tradicional, la probabilidad de que en la generación de mis abuelos alguien consumiese cerdos alimentados con soja durante su infancia y juventud era prácticamente cero, mientras que, si hoy en día comen jamón, lo más probable es que el cerdo del cual proviene haya sido criado a base de soja transgénica importada de Latinoamérica.
Así que nuestros hábitos alimenticios están cambiando, y la mayor influencia sobre ellos no la ejerce el veganismo o el vegetarianismo (tan solo aproximadamente el 2.2% de la población española se considera vegetariana o vegana), si no el capitalismo y el mercado. La diferencia está en que, cuando el cambio es introducido por la fuerza del mercado, no parecemos darnos cuenta de manera tan drástica, y por lo tanto no nos quejamos demasiado, mientras que si el cambo surge de la preocupación sobre la ética que hay detrás de el hábito en cuestión, sentimos que nuestras tradiciones están siendo atacadas y la necesidad de defenderlas.
Pero no tiene porqué ser así. Si la forma en la que nos alimentamos va a cambiar – y lo hará – y por lo tanto nuestra relación cultural con la comida, y quizás incluso los ritos de socialización que la rodean, podríamos tratar de que no fuese un cambio impuesto por la derrota inconsciente ante las tendencias del mercado, si no uno impulsado por un proceso consciente y reflexivo que abordase los desafíos a los que nos enfrentamos como sociedad.
En todo caso, ¿qué nos estaríamos perdiendo realmente, si es que dejásemos a los animales al margen de nuestra comida? No se trata de dejar de reunirnos por navidad, o de comer paella los domingos, o de reunirnos para celebrar ocasiones especiales mientras compartimos comida. Pero, ¿es necesario que haya un producto animal involucrado para disfrutar estos momentos? ¿Cambiaría significativamente el valor de estas tradiciones si buscásemos alternativas vegetales para los alimentos que consumimos?
En un mundo en constante cambio, es importante reflexionar sobre cuáles nos convienen y cuáles no, cuáles somos capaces de aceptar y cuáles no. Y si estos criterios no se alinean, más vale que aprendamos a ser más resilientes, por nuestro bien, y el de otros seres vivos.